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MARCO DOCTRINAL
1) “La eucaristía, luz y vida del nuevo milenio”
EL ANUNCIO DE JESUCRISTO EN UN MUNDO QUE CAMBIA
« Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo « hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo « ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor. (Novo Milenio Ineunte 16).
La tarea fundamental a la que Jesús envía a sus discípulos es el anuncio de la Buena Nueva, es decir, la evangelización (cf. Mc 16, 15-18). De ahí que, « evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda ». Como he manifestado en otras ocasiones, la singularidad y novedad de la situación en la que el mundo y la Iglesia se encuentran, a las puertas del Tercer milenio, y las exigencias que de ello se derivan, hacen que la misión evangelizadora requiera hoy un programa también nuevo que puede definirse en su conjunto como « nueva evangelización ».Como Pastor supremo de la Iglesia deseo fervientemente invitar a todos los miembros del pueblo de Dios, y particularmente a los que viven en el Continente americano —donde por vez primera hice un llamado a un compromiso nuevo « en su ardor, en sus métodos, en su expresión » — a asumir este proyecto y a colaborar en él. Al aceptar esta misión, todos deben recordar que el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que Él nos ha conquistado a través de su misterio pascual (Iglesia en América 66).
Jesucristo es la « buena nueva » de la salvación comunicada a los hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero al mismo tiempo es también el primer y supremo evangelizador. La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. « Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de Cristo y de su Evangelio ». Por lo cual, « la Iglesia en América debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre. Este anuncio es el que realmente sacude a los hombres, despierta y transforma los ánimos, es decir, convierte. Cristo ha de ser anunciado con gozo y con fuerza, pero principalmente con el testimonio de la propia vida ». Cada cristiano podrá llevar a cabo eficazmente su misión en la medida en que asuma la vida del Hijo de Dios hecho hombre como el modelo perfecto de su acción evangelizadora. La sencillez de su estilo y sus opciones han de ser normativas para todos en la tarea de la evangelización. En esta perspectiva, los pobres han de ser considerados ciertamente entre los primeros destinatarios de la evangelización, a semejanza de Jesús, que decía de sí mismo: « El Espíritu del Señor [...] me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18)” (Iglesia en América 67).
El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro. No se trata sólo de enseñar lo que hemos conocido, sino también, como la mujer samaritana, de hacer que los demás encuentren personalmente a Jesús: « Venid a ver » (Jn 4, 29). El resultado será el mismo que se verificó en el corazón de los samaritanos, que decían a la mujer: « Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo » (Jn 4, 42).
La Iglesia, que vive de la presencia permanente y misteriosa de su Señor resucitado, tiene como centro de su misión « llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo » (Iglesia en América 68). Nos toca discernir los nuevos signos de los tiempos y comprender cómo ellos afectan, positiva y negativamente, a la fe, a la esperanza y a la caridad de los miembros de la comunidad eclesial (Del Encuentro con... 86).
Como Iglesia misionera estamos llamados a comprender los desafíos que la crisis de la modernidad y la propuesta cultural de la postmodernidad, con su redespertar religioso, presentan a la nueva evangelización de América en un complejo proceso de globalización (Del Encuentro con... 89).
Se trata de que seamos una Iglesia permanentemente evangelizada y evangelizadora. Este es el momento oportuno para que hagamos una revisión de nuestros métodos y criterios de la iniciación cristiana y de la formación integral y madura de la vida en Cristo como encuentro permanente con Él que nos mueve a la conversión, a la comunión con los hermanos, a la solidaridad y la misión en todas partes.
Es este el Rostro de Cristo que queremos contemplar al traspasar, llenos de esperanza y unidos a toda la comunidad de los creyentes, los umbrales del tercer milenio de la era cristiana. Del encuentro con este Jesús, el Enviado del Padre, “la Palabra de vida”, queremos tomar fuerzas para poder seguir anunciándolo con renovado entusiasmo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De esta experiencia transformadora, y concientes de que hemos de ser continuadores de la misión de Cristo en un mundo tan lleno de cambios, esforcémonos –como familia de los hijos de Dios– por ser testigos del amor y promotores de solidaridad evangélica en una sociedad tan llena de desigualdades y contrastes. Empeñémonos a fondo en el seguimiento del Señor de la historia y “corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de nuestra fe” (IV Plan Diocesano 33).
El mundo postmoderno pone a la fe cristiana ante retos y desafíos muy difíciles. Esto no debe causarnos sorpresa; lo anunciaba Jesús mismo a sus discípulos. Sin embargo, el mundo postmoderno ofrece a los pastores y a todos los miembros de la Iglesia posibilidades nuevas que hemos de saber descubrir a través de un discernimiento, bajo la guía del Espíritu Santo, para distinguir “el trigo de la cizaña”, y proclamar de nuevo el Evangelio de Jesucristo “con nuevo ardor, nuevos métodos, nuevas expresiones” (IV Plan Diocesano 107).
2) LA FAMILIA Y EL EVANGELIO DE LA VIDA
En la familia se juega el destino de la Nación. Su enriquecimiento fortalece la participación, la representación y el respeto. Por ello, atentan contra la sociedad y contra la Nación quienes permiten, promueven o practican su disolución. Tal es el caso que se presenta en fenómenos como el divorcio, el aborto, el maltrato a la mujer o a los hijos, la irresponsabilidad de los varones como padres, y la pornografía. La Iglesia entiende como un aporte esencial a la Nación el cuidado y la atención pastoral que ha puesto a favor de la unidad familiar (Del Encuentro con... 374). "El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia" (CL, 40).La familia debe ser "célula primera y vital de la sociedad" (FC, 42; CL, 17), cuna de la vida y del amor en la que el hombre nace y crece. Esta merece de los laicos una solicitud privilegiada; para que la familia se convierta en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. (II Sínodo Diocesano 153).
Dios es comunión de vida y amor y la familia se realiza como imagen de Dios cuando en sus relaciones resplandece la paternidad de Dios Padre, creador y misericordioso, la filiación del Hijo y el amor unificador del Espíritu Santo (DP, 582-583). Para los cristianos, Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento. A imagen del amor esponsal de Cristo con la Iglesia, que es permanentemente fiel, el matrimonio excluye toda separación y divorcio (CF, 19; SD, 211). Sólo en el designio de Dios Creador y Redentor, la familia descubre su identidad, su ser y su misión (FC, 17). La familia es una institución de origen divino y no producto de la voluntad humana; así lo muestra el proyecto original de Dios cuando el Señor nos dice: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne" (Gén 2,24). "Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas" (CF,
![]() “¡Familia, sé lo que eres!”... Remontarse al principio del gesto creador es una necesidad para la familia y se descubre como “íntima comunidad de vida y de amor”. De aquí nace su misión: ser esa comunidad de vida y de amor. La misión de la familia es custodiar, revelar y comunicar el amor. Por eso el magisterio ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
• Formadora de personas.
• Servicio de la vida. • Participación en el desarrollo de la sociedad • Participación en la vida y misión de la Iglesia (IV Plan Diocesano 120). Dios es una comunidad de vida y de amor; Dios, como fuente del ser creado y como prototipo de la criatura humana, revela en el hombre y la mujer su plenitud divina. De este modo el varón aparece más humano, y la mujer se descubre también “icono” de Dios, y uno y otro, junto con el hijo (hijos) hacen la imagen más plena de Dios (alteridad, reciprocidad, comunión interpersonal). Esto supone el cambio de ver la familia formada por relaciones funcionales, a familias con relaciones interpersonales basadas en el amor que llevan a la unidad, la armonía, el diálogo, la solidaridad, la recíproca cooperación, el respeto mutuo. En una palabra, la comunión (IV Plan Diocesano 123).
La familia, santuario de la vida: ella es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada de los múltiples ataques a que está expuesta. Los hijos son el don más preciado del matrimonio. Por eso el papel de la familia en la cultura de la vida es determinante e insustituible. Para cumplir con esta tarea se debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a descubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el “Evangelio de la vida”. La familia estará siempre al servicio del amor, de la vida y de la sociedad. La familia es el lugar en que se trasmiten los valores convertidos en proyecto de vida (IV Plan Diocesano 126).
Apostamos por la familia, la cual hemos de educar y defender a toda costa. Nos comprometemos con la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, proclamando la dignidad y los derechos de toda persona humana. Esta apasionada defensa que el magisterio de la Iglesia ha hecho de la dignidad de cada vida humana está influenciando también la opinión pública y está dando algunos frutos en el sector de la ética mundial. Están en juego el futuro de la humanidad y la dignidad de la persona humana con sus derechos intocables e inalienables (IV Pan Diocesano 144).
3) LA CULTURA DE LA SOLIDARIDAD Se trata de un profundo anhelo de millones de mexicanos deseosos de crecer al interior de una cultura de la vida que fortalezca instituciones democráticas y participativas, fundadas en el reconocimiento de los derechos humanos y en los valores culturales y trascendentes de nuestro pueblo. Cultura e instituciones construidas con la participación solidaria de todos, que sean salvaguardadas por las organizaciones representativas y subsidiarias llamadas a crear las condiciones reales que permitan una vida digna para todos. Sentimos más imperiosa la necesidad de anunciar el Evangelio, salvaguardando la dignidad de las personas, la riqueza de las culturas y colaborando en la construcción de una cultura globalizada de la solidaridad (Del Encuentro con... 90).
También es tiempo de profundizar en la virtud de la caridad como el principio dinamizador de todo el ser y el quehacer de la Iglesia. La koinonía debe inspirar de múltiples formas la comunicación cristiana de los bienes debido a que la Iglesia es un Cuerpo orgánico y organizado en el que todos los miembros tienen una función, donde nadie es despreciable y todos participan en su edificación de acuerdo a los carismas y dones que han recibido (Cf. Rom 12; 1 Cor 11-13). Es precisamente la virtud de la caridad, como principio dinamizador, lo que hace que la comunidad eclesial comparta sus bienes y busque que nadie pase necesidad (Cf. Hch.2,42s; 4,32ss)” (Del Encuentro con... 215).
De ahí la urgencia –porque el amor de Cristo nos apremia-, de que nos empeñemos en la oración, el estudio y el compartir juntos, para que la pastoral de la caridad encuentre múltiples formas de expresión orgánica y organizada en todos los campos: desde la asistencia, pasando por la promoción, hasta la liberación integral y la aceptación fraterna” (Del encuentro con... 217).
La solidaridad ha de ser una responsabilidad común que nos incluye a todos. La Iglesia nos invita a poner una especial atención a los más pobres. Pues bien sabemos que para poder servir a todos, debemos tener un particular cuidado por “los últimos”, aquéllos que tradicional-mente se caracterizan por su no-saber, por su no-poder, por su no-tener... (IV Plan Diocesano 180).
Es el amor preferencial por los pobres, dentro de la opción por todos. Pues la experiencia nos dice que la “opción por los pobres” si no se sitúa dentro de la opción por todos, corre el riesgo de disolverse –como frecuentemente ha acontecido y acontece– en una opción ideologizada o en una ayuda simplemente material, que jamás llegará a ser esa afortunada y equilibrada combinación de evangelización y promoción humana (IV Plan Diocesano 181).
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